Miro mientras sonrío las paredes de mi refugio misántropo. Hay un reloj detenido en las 12 menos 35. Hay una ciudad oscura en derredor y un millón de luces nerviosas diciéndome que no soy yo el único, aunque a veces creo olvidarlo, y que, por grande que sea mi frustración o alegría, poco de importante tiene ella en el contexto cósmico. Insípido consuelo.
Hay cientos de objetos, imágenes, manchas y aromas merodeándome, jugueteando en espiral de humo frente a mí, impertinentes, impacientes, atiborrados de memorias con nombres propios, de palabras que desfilan traviesas ante mis ojos miopes, recompensando mi obsesión con mofa.
Puedo llamar a cada recuerdo en forma distinta. Es una larga colección, en desorden, pero debidamente clasificada, como un infame museo del instante irreversible, congelado por siempre en cualquier parte. Los muros agrietados, como mi espíritu, me lo dicen. Las fotografías me buscan para hacérmelo saber. Canciones resuenan para contármelo al oído. Cada objeto tiene algo por relatar. No hay más que insomnio y el eterno devenirse de una misma idea que baila para mí en función privada. ¡Gracias, Idea! ¡Bailas bien!
Yo también odio recordar. Odio la forma como nuestra jurisdicción emocional se ve impregnada por la ausente e indeleble presencia de quienes un día estuvieron y ya no, de lo que alguna vez fuimos y ya no, de lo que creímos tener y ya no. ¡Ya no! ¡Ya no! ¡Ya no! Hoy lo sé más que siempre.
Odio a mi memoria incunable, a prueba de los muchos e imposibles conatos de amnesias selectivas, obsesa con el pasado desde antes de tener pasado, inmersa en el inevitable ritornelo de frases perdidas en ningún lugar. Vintage, vintage, vintage. Pocos como yo podrían aún hoy recitar sin vacíos el listado de mis condiscípulos en primero de primaria o repetir con precisión de reloj Jawaco las líricas de los comerciales transmitidos en televisión durante el primer trimestre de 1985. Pero también pocos como yo han extraviado tantas bufandas, guantes, libros y demás aditamentos, producto de su pésima memoria reciente. Mas no sé extraviar recuerdos que es lo que más quisiera. De eso se trata la vida... de hacer cosas inservibles.
Y me entristezco. Aunque muchos admiren mi capacidad para recordar datos y momentos inútiles, envidio a aquellos para quienes el olvido es su seguro y fácil mecanismo de protección. Supongo que aquel capaz de olvidar vive más tranquilo, sordo ante el clamor doliente de las voces del pasado, voces queridas que se callaron.
De ser posible llevaría mis recuerdos a un inaccesible desván bajo llave y una vez allí, los clasificaría bajo el criterio nada subjetivo de más y menos dolorosos. Los primeros serían incinerados, los segundos también, un tanto después. De ser posible pondría en mi mente un seguro contra grabaciones, similar al empleado por las videocintas para imposibilitar la consignación de nuevos recuerdos. Pero los pensamientos, como un río histérico, siguen su cauce y tratar de detenerlos no hace más que desbordar su impulso. ¡Pobres de mis pensamientos!
El olvido es algo que te ocurre, no algo que decidas. Empezar a conocer es empezar a recordar y empezar a recordar es comenzar a enfermarse. Empezar a olvidar es un acto inconsciente, un acto indoloro, insaboro. Recordar es vivir, vivir es sufrir. Tal vez por ello la memoria del anciano se endurece, se autodestruye, se hace incapaz de almacenar nuevas cosas a la vez que los viejos recuerdos se anquilosan, obstinados en permanecer, jugando una charada macabra y divertida al tiempo inclemente. De lo contrario sería imposible seguir viviendo, avejentado y raído por el peso de tanta historia a cuestas. Felices ustedes, amnésicos. Felices ustedes, animales desmemoriados.En mí persistirá, no sé por cuánto tiempo más, la maldición del recuerdo. De ese recuerdo constante, omnipresente y tormentoso que va y viene a visitarme según su capricho. Ese recuerdo que se ríe de mí y me señala cuán vulnerable soy, que me despierta en la madrugada para enseñarme cuán poco olvidadizo soy, cuán infeliz puedo ser a su lado y me dice, entre malicioso y divertido, que mi memoria solo morirá conmigo.